Mujer pies de acero
Carolina no pelea con nadie. Ni siquiera con las personas que salen a insultarla porque les barre el frente de sus casas. Ella barre las calles de Ibagué con la fuerza de una mujer de 36 años que se le mide a cualquier maratón. Un día de 2018, cogió la escoba y la pala por primera vez. Con sus instrumentos, barre las calles y los andenes, quita el pasto y retira publicidad ilegal; limpia las zonas verdes, eso sí, en contraflujo, porque los carros pasan a toda velocidad y sin clemencia.
Ella es una operaria de barrido, conocidos como “escobitas”, hombres y mujeres sobre asfalto que recogen la basura. Sus jornadas son largas, empiezan cuando canta el gallo de su vecina desde las 5:45 de la mañana hasta las 4 de la tarde, en el momento que firma su salida.
Mientras el sol ardía en nuestras espaldas y le ayudaba a desenvolver las bolsas para echar los desechos, hablaba sobre su jornada laboral, afirmaba que algunos escobitas tienen dos rutas a pie y otros como ella tenían tres. Los días lunes y viernes le toca en el cuartelillo del Salado, martes y jueves en el cuartelillo de Miramar, y los miércoles y sábados en la Campiña.
“Al llegar al cuartelillo, ponemos huella. Hacemos calistenia, o sea, ejercicios de calentamiento. Luego firmamos la planilla y nos dan el tapabocas. De ahí recogemos las herramientas de trabajo que consta; de rastrillo, cepillo o escoba y la pala dependiendo del cuartelillo y si toca o no hacer recuperación”.
Se acercaban las 2 de la tarde, y se encontraba agitada, con la garganta seca. Solo esperaba que el calor bajará un poco y el viento le ayudará a culminar su jornada. Compramos dos gaseosas en una tienda al lado del parque. Mientras la saboreaba y se hacía una sonrisa en su rostro, nos saludó Elizabeth Pimentel, presidenta de la Junta Comunal de la urbanización San Francisco y me dijo:
- Soy intensa con la limpieza y el orden del parque, los ‘escobitas’ ya me conocen (risas). Pero hasta ahora, no he tenido ninguna queja, pues regularmente reporto mi inconformidad con el aseo a la empresa. Carolina barre hasta no ver una hoja ni basura en este parque. A diferencia de ella, veo a algunos de sus compañeros, sentados en las bancas mientras ella no se separa de su rastrillo y escoba.
Se recostó sobre un poste de luz y apoyó su cabeza sobre la escoba, me miró y dijo con cara amigable, que ese era su trajín diario. Por eso, se sumerge repetidas veces en un debate entre el amor y el odio por su trabajo, ella sigue entregando lo mejor de sí misma porque sabe que su servicio es indispensable para dejar limpia su ciudad, sin olores ni desperdicios.

Varios árboles y minutos de camino nos llevó al parque que se ubica detrás del colegio Celmira Huertas en la 7° etapa del Jordán, donde me presentó al loco Mario, su compañero de trabajo. Él era un hombre de estatura baja, de ojos saltones y tez trigueña, su tono de piel se debía al tiempo que llevaba trabajando bajo el sol. Este dijo con voz agraciada:
- Carolina ha trabajado en meses lo que yo en un año, que verraquera de mujer. Esos pies parecen de acero.
Al escucharlo, ella alzó sus cejas y sonrió, secó el sudor de su frente con su gorra y de forma inmediata respondió, que esas largas caminatas de trabajo la han separado de sus hijos; pues aseguró que sus capacidades económicas no eran suficientes para sostener a su familia en el momento que su esposo perdió su empleo como obrero.
Carolina tiene tres hijos; de 15, 13 y de un año. Entre semana ellos se alistan para el colegio y se preparan su desayuno. Las tareas del hogar se distribuyen y asignan con la niñera, quien es su vecina de toda la vida y cuida del bebé por unos cuantos pesos.
Las hojas secas seguían cayendo de los árboles y ella las juntaba en pequeñas montañas, cada vez que rechinaba el rastrillo contra el asfalto, comentaba lo difícil que era su rol como madre. Mientras está ausente, sus hijos mayores se cuidan solos y aprovechan para mantener jugando maquinitas a unas cinco casas de la suya. No hay poder humano que los saque de allá. Solo cuando ven a Carolina acercarse con correa en mano, salen corriendo cuesta abajo.
Su hijo mayor Felipe, es algo temperamental y difícil de manejar, se caracteriza por su ceño fruncido, Carolina asegura, que a veces se comporta como su segundo papá. Caso aparte es su hijo del medio Cristián, quien la considera como su heroína y la consiente la mayor parte del tiempo.
Cristián fue un motivo para que ella sonriera y me comentara, que apenas se va acabando la tarde, él pone a calentar agua con sal, porque eso escuchó de su abuela, para aliviar el dolor de pies de su mamá. Regularmente se hinchan, se pelan y le arden por las caminatas diarias que recorre para cumplir con su ardua labor.
Ella fijó su mirada en el inclemente sol que hacía justo a las 3 de la tarde. Tomó fuerzas para continuar, agarró su pala y empezó a desyerbar los andenes del parque. Levantó su mirada y con ojos efervescentes me dijo que todos los días se exponía a los fuertes rayos del sol, los cuales sin piedad queman su rostro, le producen manchas y ardor. Su piel en ese momento brillaba por el sudor, que apenas podía secar con las mangas de su overol.
El sol no es el único que le puede causar daños a su cuerpo, también la mala disposición que la gente hace de sus basuras. Revuelven comida con jeringas o vidrios y lo arrojan a las zonas verdes de los parques, lo que hace que corra muchos peligros. “Es una lotería saber que se puede encontrar uno en esas bolsas, pero una vez la suerte llegó a mi rastrillo cuando encontré un billete de 50 mil”.

Al terminar su extenuante día laboral debe llegar a su casa para atender a su familia y madrugar al día siguiente a encontrarse con grandes manchas verdes que se extienden a sus costados y el asfalto. Su dilema diario es el cansancio entre ser madre y operaria de barrido, pues no le queda tiempo ni siquiera para quejarse, ella siente que pasa a un segundo plano.
Con los ojos entrecerrados por la polvareda que se desprendía de un arenal, me mostró entre risas, los rotos que tenía su pantalón por la mordida de un perro en su segundo día de trabajo, en un parque del barrio pedregal y me dijo:
- Un niño le quitó el bozal a su perro y apenas me vio me atacó, lo primero que pregunté era que si tenía las vacunas al día. Para mi sorpresa, hoy en día sigo con el mismo uniforme roto porque la empresa no se ha tomado el atrevimiento de cambiarlo.
A pesar del color llamativo de su uniforme, en ocasiones se siente invisible y vulnerable. Todo empieza cuando las personas desde temprana edad miran a los ‘escobitas’ con extrañeza o en tono de burla. “Así sucedió una vez cuando me encontraba barriendo por el sector del Salado y unas niñas de colegio me tiraron la basura en los pies y se rieron, me sentí tan humillada, solo las miré y seguí derecho”.
Mientras hacía nudos a las bolsas para cerrarlas, me contaba que en ciertos lugares sembraba flores para dejar su huella y evitar que la gente arroje basura. Siendo de esta manera, una influencia anónima pero no por eso poco significativa, que despierta una conciencia sobre el valor de la naturaleza a través de su labor ambiental.
Su jornada finalizó a las 4 de la tarde y empezamos a dirigirnos al cuartelillo donde deja sus herramientas de trabajo. Allí nos encontramos con Juan Carlos Zapata, coordinador del cuartelillo, quien extendió su mano para presentarse y de inmediato aseguró:
- Carolina se caracteriza por su tenacidad. Pese a su cansancio, a veces ayuda a sus compañeros a culminar los barridos, pues termina antes de lo pensado con sus sectores y no duda en colaborar, hasta que llegue la hora de registrarse con su huella.
El sol iba cayendo y su ánimo también, pues comentaba que se encontraba en un proceso de separación matrimonial. Lo cual, la agobia y lo suma a lo extenuante que se convirtió en estos meses ser Carolina Rico. Agarró su maletín y se despidió con cara amigable para dirigirse hasta el barrio Jardín Musicalia, donde queda ubicada su casa y puede finalmente meter sus pies en agua con sal que le tiene preparado su hijo Cristián.