Postales polvorientas
Cuando decidí observar hacia atrás, se vislumbraba la ciudad como una enorme pieza de rompecabezas extendida de deforme forma por un amplio valle. Aún faltaba un gran tramo que recorrer para llegar a Las Animas, ese pequeño lugar que emana de su fértil tierra, tranquilidad y armonía. A medida que avanzaba por el camino de trocha, las piernas se tornaban lentas y agotadas, el sudor parecía ser un río pantanoso, la mirada se inclinaba hacia abajo, el sol perseguía.

Vista de la ciudad de Ibagué. Vereda El Cural
El contraste es amplio, se notaba, de enormes proporciones. si se sigue encontrarás lo simbólico de la ruralidad (fincas, burros, perros, platanales), si retrocedes te toparás con los vicios de la ciudad. Es increíble hallarse en una frontera como ésta y tomar tan decisiva decisión. Pero decidí seguir. Tal vez el ser citadinos nos lleva a tomar riesgos en zona desconocida, pues como conquistadores llegamos a donde queremos llegar y pretendemos interpretar las cosas a nuestro modo. Pero aquí las cosas son como son, crudas y decadentes.
Los rostros de los campesinos que se encuentran camino a Las Ánimas reflejan una mezcla entre cansancio y alegría, la piel tiznada por el sol de la tarde indica las labores diarias que afrontan para poder siquiera subsistir en un país que les ha sido indiferente a lo largo de la historia. Han sido utilizados, manipulados, vilipendiados y aun así la amnesia carcome nuestras cabezas y nos hace comer nuestras propias mentiras.
Eran las tres de la tarde cuando pare por primera vez a hidratarme, justo en ese momento bajaba en un Jeep campero rojo, Don Eutimio, un campesino de sesenta y ocho, alto, con mirada altiva y pantalón remendado en la bota derecha debido a la amputación a la que fue sometido hace alrededor de diez años, residente del sector El Cural (vereda vecina a Las Animas), que entre risas me preguntó para donde iba, a lo cual le respondí que a Las Ánimas. Me miró y terminó por decir: Hágale muchacho que el camino es largo. Me puse el morral y avancé.

La caminata se asemejaba a una penitencia, pues el camino polvoriento exigía las piernas casi como una media maratón, entonces en esa presión aparecieron las mariposas multicolores, las risas de los niños, el ladrar de los perros, el aroma a café y a mierda de vaca que se perdían en las faldas de las montañas. Todo esto y la niebla que me perseguía hacían de este recorrido un camino como el de Swann, pintoresco y pasivo al mismo tiempo. El zumbido de los mosquitos y el rostro de un caballo comiendo pasto me trasladaban en el tiempo.
Subí cinco minutos y dí con la escuela El Cural, la única que me encontré en el camino. Aquí el progreso no llega tan fácilmente. Cuando se habla de progreso en tierras lejanas se piensa que es el padrino de ciudad que llega de vez en cuando y trae consigo regalos para un goce temporal. Así son las cosas a tan solo tres kilómetros del casco urbano de Ibagué. La indiferencia se mide por segundos. El paso por la escuela fue duradero como el aroma a café que impregnaba el fuerte viento en la cima de la montaña. Los gritos de los escasos doce niños que se observaban a unos metros, hacían aun mas pintoresco el paisaje tolimense y conforme caminaba, el eco me perseguía como sombra que compite por su inmortalidad. El tiempo se hacia eterno en un paraje que yace en el silencio de la niebla. Así como la naturaleza me recordaba su gloriosa omnipresencia, así mismo me hacia testigo de la ardua vida que se vive allá, tras las montañas del sur de Ibagué, donde los olvidados vislumbran otro país.

Estudiantes de la escuela El Cural
A falta de libros y cuadernos, los "otros" colombianos apelaron a la oralidad desde los remotos tiempos de la colonia, y aunque nosotros los "modernos" nos empeñemos en empequeñecer esta otra forma de intelectualidad, ésta sin embargo, tiende a crecer día tras día al punto de convertirse en uno de los bastiones de la resistencia campesina.
Los relatos, entonces, aparecían uno tras otro en la mesa del comedor de los Camargo, familia que me recibió, después de un largo tiempo de ausencia, con un tinto. Como cual solemne rito purificador. Por fortuna esa vieja costumbre de recibir a los llegados de otras partes, no se acaba, en estos, los rincones de Colombia, lo cual hace que aun persistan los lazos de solidaridad y hermandad por el otro, en un país que se desbarrancó tras una guerra sin sentido, donde se mataron los unos a los otros, arrasando con la primavera de varias generaciones.

Estudiantes de la escuela El Cural
La tarde se fue en un parpadeo, al cruzar la zona de eucalipto llegué a Las Animas, eran las 4:30 de la tarde y la niebla cubría la colcha de retazos que se hacia en las montañas por la diversidad de cultivos. Enormes gritos celebrando goles eternos se escuchaban camino arriba, en el plan cubierto con tela verde de construcción, que atestiguaba este día en particular por ser casi una señal para los amantes del fútbol, un deporte que mas que pretender desunir, une. Es por esto que estos espacios cobran total relevancia y tejen y entrelazan historias que buscan reencontrarse con el tiempo y la memoria.
Cuando fijé la mirada en el cafetal que daba a la montaña de enfrente, observé los destellos de una camiseta naranja fluorescente que se movía entre la espesura de la tarde-noche, al compás de un "démela que quiero hacer un gol" se divisaba como un reflejo divino. Entonces decidí acercarme y captar ese recuerdo en mi cabeza, que según presiento, durara décadas.

Vista del Nevado del Tolima. Vereda Las Animas.