El arte, el amor y la vida a través de la tinta
Por: Daniela González
En un pequeño local ubicado en una de las calles más transitadas de Ibagué, Andrés Gutiérrez alista una mesa con los implementos que lo acompañarán durante las próximas horas. Los limpia, envuelve la superficie con papel film y acomoda de manera estratégica máquinas, agujas, pigmentos y diferentes envases. Como si se tratara de algún ritual, todo lo cubre con plástico y cinta adhesiva, pues debe crear un campo estéril, donde no haya cabida para microorganismos que puedan generar infecciones.
Con la mirada repasa uno a uno los implementos, como buscando asegurarse de que nada le falte. Ya revisó las agujas, que no vengan ‘pompas’ o torcidas, y que los pigmentos estén en buen estado. Una vez más agarra el rollo de papel film, pero esta vez lo usa para envolver la silla en donde estará esa persona que llevará toda la vida en su piel el talento de este artista.

Limpia la piel, pone una plantilla, aplica vaselina, sumerge la aguja en la tinta y comienza la función. De esa pequeña máquina de bobinas surge un fuerte zumbido, como si un grupo de abejas estuviera revoloteando en aquel lugar.
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Andrés parece disfrutar de todo esto. A pesar de que la mitad de su rostro está cubierto con un tapabocas, su mirada es serena. No la aparta ni un instante de los trazos que ya ha comenzado a hacer y dice: “¿Qué es lo que más me gusta de mi trabajo? ¡Todo!”, la comisura de sus ojos se arruga, señalando una sonrisa. “Me gustan los pigmentos, el sonido de la máquina, el momento cuando la aguja entra a la piel y la manera en que va poniendo la tinta. Siento que mi corazón palpita a mil latidos por segundo”, agrega.
Así sucede desde hace 10 años, cuando un amigo le hizo un tatuaje, no le gustó, armó su propia máquina y se tatuó él mismo. Sin duda, ha sido el tatuaje más significativo que ha hecho, ya que a partir de ese momento supo cuál sería su vocación. Con esa máquina hechiza, hecha con una cuchara, un motor de un discman, un portaminas, una aguja, un cargador de un celular y cinta aislante, inició a tatuar y así lo hizo durante un año.
Además de la máquina hechiza, Andrés contaba con un talento innato: “el don de dibujar”, como él mismo lo dice. “En el transcurso del proceso de formación fue evidente la habilidad que tenía para actividades de preescritura y de coordinación viso-motora, siendo el dibujo su fortaleza, pues se desempeñaba en ejercicios que incluían trazos fuertes y definidos. Igualmente, por su capacidad imaginativa y creativa, sobresalía en tareas manuales y artísticas”; cuenta Irene Noyes, terapeuta ocupacional que lo acompañó desde los 8 años, cuando le diagnosticaron un trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH).

De acuerdo con TDAH y tú, un portal web dedicado a proporcionar información científica avalada por especialistas en el tema, dicho trastorno tiene un impacto en los adultos a nivel clínico, funcional y de calidad de vida, problemas de atención y concentración, incapacidad para organizar trabajos, dificultad para desarrollar proyectos, falta de paciencia para distintas actividades, son algunos de los síntomas presentados en esta etapa.
Sin embargo, la capacidad artística de Andrés parece ser inmune a dichos patrones de conducta. Ama lo que hace y deja que su arte hable por sí solo, el mismo que corre por sus venas. “Nadie me enseñó a tatuar. Un amigo me explicó cuáles eran las máquinas que tenía que comprar, los implementos e insumos necesarios, los parámetros de bioseguridad que tienen que haber para mi campo de procedimientos y ya, ahí empecé yo. Aprendí con tutoriales y con la práctica”, dice con cierto aire de orgullo, “yo soy un eterno aprendiz”.
Por un instante, la sonrisa que siempre lo acompaña se desdibuja de su rostro, sus ojos se apagan y agrega: “eso sí, soy un aprendiz empírico, no hice ni primaria, ni secundaria”. Su única formación fue en un programa de educación especial, en donde fueron potencializadas sus habilidades motrices, finas y artísticas. “Durante su permanencia se logró la nivelación escolar para continuar con la educación regular. Al terminar el proceso, Andrés contaba con capacidades perceptivas, motoras y sociales, importantes para el desenvolvimiento práctico en el ámbito socio-familiar”, explica Irene Noyes.

Aun así, nunca ha dejado de ser un aprendiz. Inició tatuando letras y nombres en la sala de su casa, ahora, desde su propio estudio, hace realismo, color, puntillismo, geometría, freehand, neotradicional, “lo que me pida el cliente”, dice Andrés a modo de resumen. Hace una pequeña pausa, como si tuviera que pensar con calma lo que va a decir y agrega: “hay que tener constancia y disciplina para todo esto. ¡Quiero ser el mejor!”.
Habla de sus sueños y de sus proyectos como si fuera un niño pequeño. “Mi sueño es montar un estudio muchísimo más grande. Me imagino una casa gigante, de tres o cuatro pisos, todos llenos de tatuadores”, ríe, empuña sus manos y mueve sus brazos como en señal de victoria. Sueña, sueña mucho, nunca ha dejado de hacerlo. Quiere estudiar, irse del país, comprarse la mejor máquina y seguir tatuando hasta que sus manos se lo permitan. “Los tatuajes son mi amor y mi vida”.