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El hogar de los olvidados

Por: Laura Daniela Rubio

Rodeado por casas y edificios, sobre la calle 145 del municipio de Ibagué, se encuentra este lúgubre y desolado espacio. Su entrada polvorosa es acompañada por dos grandes árboles que han vigilado los cuerpos frágiles desde siempre, menos de 50 metros separan el cementerio del parque principal del barrio Especial El Salado.


Entrada al cementerio

Dos grandes árboles que no solo dan sombra, refrescan y purifican, sino que también son hábitat de artrópodos que componen sinfonías a la muerte. El sonido aturdidor de las chicharras que muere al tiempo con el sol se confunde con el estridente domingo de pueblo.

En un costado de la entrada del cementerio hay una caseta de lata color azul y tejas que han sido víctimas del paso del tiempo. Se encuentra escrito la victoria con tinta verde y letras en mayúscula que recalcan en mi mente: morir es nuestra mayor victoria.


Las pocas rejas que quedan en pie y los muros enclenques se levantan entre la maleza. Muros con grietas que se asemejan a la fragilidad de la vida, muros en los que la pintura blanca se mezcla con la tierra que levantan los carros son los encargados de resguardar cuerpos que existen, pero no viven, cuerpos que no viven, pero que aún duelen.


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Las puertas del cementerio siempre están abiertas, igual no tendría ningún sentido cerrarlas si su fachada ya está en ruinas. Es un espacio pequeño, desde la entrada se puede observar todo el lugar. Al entrar el característico olor a flores de cementerio: ese desagradable aroma que se desprende cuando las bacterias se adueñan de los tallos de las flores.






Hay un pequeño camino pavimentado que conduce desde la entrada hasta unas escaleras de ladrillo rojo. 11 escalones exactamente conducen a un monumento que ha sido saqueado y marcado con tintas de colores. Se ven escritos tantos nombres como hormigas subiendo por las fisuras del concreto. Está deteriorado y no se logra entender qué figura había allí. Al lado, un panteón del año 1950 que ahora solo contiene tierra, empaques plásticos y varillas de metal dobladas en todas las direcciones.


El olor y el calor hacen de este sitio el lugar soñado para insectos, moscas y escarabajos carroñeros. La mayoría de sus tumbas son en tierra con grandes cruces pintadas a mano, cruces blancas con letra negra de diferentes tamaños y faltas ortográficas.


Caminando entre las lápidas encuentro a un hombre vecino del sector, con una gorra negra, una camisa de cuadros y mangas largas dobladas hasta la coyuntura de los codos; lleva un jean color azul desteñido y botas de caucho negro.


Su rostro es el de un trabajador, su piel manchada por el sol y una sonrisa que ya no posee 32 dientes sino un poco menos de la mitad, me dice que está visitando a su mamá que murió en 1990.

Este sitio ya no es frecuentado como otros cementerios de la ciudad, hace mucho dejaron de enterrar personas allí, dice Don juvenal quien se despide recalcando que tenga cuidado porque los vivos hacen más daño que los muertos y me da su mano que al rozarla con la mía siento las horas de trabajo acumuladas en los callos que recubren su palma.


Los límites del cementerio son las paredes de los patios de las casas aledañas, unas más altas que otras las cuales desdibujan el atardecer. Por encima de las tumbas se ven edificios en construcción, pues los terrenos aledaños, que se encontraban desocupados, han sido comprados por constructoras y su maquinaria pesada interrumpe la paz de aquel camposanto.




El cemento y la maleza compiten por quien invade más parte de lo que un día fue un lugar de paz. Las tumbas han sido saqueadas y en su mayoría se pueden ver agujeros sin forma en las lápidas. Mirar hacia adentro trae una sensación de miedo, los seres humanos hemos estado en la búsqueda de saber qué hay después de la muerte, pero nos aterra verla de frente.


El ruido de las chicharras cada vez es menor y el atardecer se va tornando oscuro. El cementerio se ve diferente a esta hora. Las tumbas empiezan a fundirse con los patios de las casas vecinas, el camposanto empieza a perder la paz, el ruido de las discotecas del parque es fuerte e interrumpe el descanso eterno de los que ya no tienen voz.


A los árboles ya no los acompañan los chillones artrópodos, se callaron de una buena vez, pienso, pero la oscuridad trae consigo nuevos habitantes: los quirópteros que extienden sus extremidades de un árbol a otro buscando un poco de comida.


El día finaliza y la soledad ocupa el terreno donde residen muchos pero no vive nadie.


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